domingo, 23 de enero de 2011

Palabras de Luis Jaime Cisneros en la ceremonia que lo reconoce como profesor emérito de la PUCP


3 de septiembre del 2010

Señor Rector de la universidad; señores vicerrectores; señor Jefe del Departamento de Humanidades:

Tras sesenta largos años, dejo la cátedra y me retiro de las aulas universitarias. Se dice con facilidad, pero un minucioso recuento de lo compartido y recibido revela cuánto me ha beneficiado este largo contacto con alumnos y colegas. A Jorge Puccinelli debo el haberme propuesto, una tarde de junio de 1948, visitar la Católica. Salimos de San Marcos por la puerta de Azángaro, tomamos Tambo de Belén y divisamos, de pronto, emergiendo de la penumbra invernal, las torres de la Recoleta.

En seguida, llegados a la plaza, comencé a memorizar esa esquina en que aseguraba su presencia la Católica. Al entrar, aprendí a reconocer, a la izquierda del patio, ese árbol que presidiría largo tiempo nuestras charlas. No advertí que, al estrechar la mano de Raúl Ferrero, decano a la sazón, inauguraba una hermosa amistad que mucho me benefició, sino que mi vida profesional adquiría nuevo ritmo y que mi tarea docente, al ampliarse, me obligaría a perfeccionar lecturas y planes de investigación. Hasta entonces, todo mi trabajo universitario se había concentrado, en San Marcos, en cursos doctorales de la especialidad.

Meses después, me encontraba dictando acá en la casa un curso de Lengua a los muchachos de primer año de Letras. Reconozco la cara de Felipe Osterling. ¡Ah, no tienen idea del cúmulo de contrastes que significó ese primer año de docencia! Yo venía de recibir en la Argentina una formación estrictamente europea, respaldada por autoridades francesas y alemanas. Me habían acostumbrado a preguntar constantemente y a analizar y discutir las respuestas que nos daban los profesores. Nos habían acostumbrado a reseñar libros científicos y a preparar monografías. Y algo, que entonces parecía inconcebible: habíamos aprendido a desconfiar de la memoria y a reemplazarla por el esmerado trabajo de la inteligencia.

Todas estas modalidades nos alejaban bastante de los logros escolares. Buscar y discutir lo que leíamos era más útil e importante que repetir lo leído. No había tenido tropiezos con los alumnos Sanmarquinos de la doctoral, que tenían ya varios años de vida universitaria. Mi sorpresa (y mis contrastes) fueron estos cachimbos de mi agosto inicial. Fue chocante para mí descubrir que no eran capaces de dudar, sino que creían, a ojos cegarritas, en todo cuanto los libros aseguraban. Era explicable que les pareciese extraña esta manera mía de asumir la enseñanza, proponiendo problemas e invitando a analizar y discutir todo cuanto los autores afirmaban o negaban.

Mi primera batalla fue, por eso, la de los textos. Cuando inauguro mi curso, en agosto, tuve que reemplazar los textos que manejaban los estudiantes. Los reemplacé por el segundo tomo del libro que Amado Alonso había preparado para estudiantes de 2do año de Media. Centré la lectura en uno de los dos apéndices del libro, e inauguramos el curso reflexionando sobre la categoría semántica del pronombre. Protestaron ciertamente los estudiantes. Les parecía difícil. Les expliqué que era un texto de Secundaria. Los vi tan preocupados, que le escribí a Amado Alonso. Su respuesta fue cordial, pero terminante: me había preparado para enseñar, y lo que debía de hacer era ‘enseñar’. La promoción de 1950 tuvo que hacer frente a los textos de Vossler y de Bally. Y el curso de Lenguaje fue adquiriendo una fisonomía que se ha ido perfeccionando con el tiempo. Años después, varias universidades limeñas fueron modificando en el mismo sentido el dictado de los cursos lingüísticos. Entre tanto, con José Agustín de la Puente y Enrique Torres Llosa, inaugurábamos en los seminarios del Instituto Riva Agüero, el interés por la investigación, con lo que fue robusteciéndose la enseñanza de la doctoral, acá en la Casa.

En estos años he visto crecer a la universidad. La he visto adquirir y consolidar su fisonomía de casa grande. A partir de 1950 los estudiantes venían de una mejor Secundaria y facilitaban nuestro empeño de ofrecer enseñanza de calidad. El trabajo universitario se reflejaba mejor en monografías y tesis. Y nos fuimos acercando al siglo XX. En ese siglo nos confirmó la creación de Ciencias Sociales y la presencia de Felipe Mac Gregor en la casa. La universidad no era, para Mac Gregor, la casa estrecha de ayer ni el campus que ahora nos cobija. La universidad era una honda preocupación por oír a los jóvenes, nutrida por la certeza de que ellos eran el porvenir de una nación que persistía en cultivar hábitos coloniales.

Para esos jóvenes, Mac Gregor quería una enseñanza rigurosa. Felipe era una hormiga trabajando silenciosa y concienzudamente, con inalterable tesón, sin desmayos. ¡Cómo no sentir que esta porfiada ausencia de su voz enriquece y fortalece nuestra memoria! Nombre el suyo de por sí significativo, nos convirtió en soldados de un invisible ejército de voluntades reflexivas. Aprendimos a respetarlo cada vez que fuimos en busca de su palabra experimentada y serena, severa muchas veces, alerta siempre para ofrecernos la voz de mando oportuna y para acompañarnos, otras veces, en el esfuerzo mancomunado por hacer de la casa la universidad que soñamos. Yo debo mucho a su saber riguroso y a su constante preocupación por hacer de los Estudios Generales una verdadera fortaleza espiritual. ‘Magnífico rector’ es el tratamiento consagrado por la tradición para dirigirse al rector. Mac Gregor lo fue en grado excelso.

Siete años más, y la universidad será centenaria.

Ya 93 años dicen hoy muchas cosas, muestran qué dramática es la madera de que está hecho el hombre. La Católica ha salvado estos años trabajando y superándose. El Perú ha aprendido bien su lección de país en desarrollo, y ha adquirido clara noticia de su experiencia colonial. Y con el país, nosotros (la universidad). Todos los raseros sociales y raciales han quedado totalmente superados en la Católica. No somos reaccionarios los profesores ni lo son los estudiantes, porque no fue reaccionaria la casa que fundó el padre Dintilhac. Esto también es un signo de que, al fundar esta casa, se nos convocó a servir al país educando a los jóvenes. Por eso podemos repetir las palabras con que el padre Dintilhac terminaba, en 1946, su historia de cómo nació la universidad:

Leo a Dintilhac:

“no hemos omitido esfuerzo para servir al país y a la juventud, en la convicción de que, al lado de nuestro deber de dar a la patria profesionales de sólida formación integral, también teníamos el de mantener el sentido humanista de nuestro instituto, que le corresponde no sólo por su carácter de Universidad sino principalmente por su tradición católica”. (fin de cita)

Hoy, cerca del centenario, podemos repetir con énfasis el mismo texto, orgullosos por haber cumplido el deber impuesto.

Amigos míos: mis últimas palabras son de confesada gratitud. He sido siempre solicitado por fervorosos anhelos de inquietud docente, para seguridad de la cual he aprendido a resistir todos los halagos con que suele asediarnos el improbable prestigio del éxito y el poder. Acostumbrado a un frecuente asedio de los textos, en el diálogo fecundo de los claustros, y en renovador contacto con los estudiantes, he aprendido a juzgar sin precipitación y con serenidad. Por eso comprendo que en este acto de hoy sobresale la generosidad de una amistad acrecentada en las aulas. Y les confieso en secreto: no me voy de la PUCP. En todas las esquinas estoy. Desde todas ellas observo, aplaudo y protesto.

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